Esta semana no escribiré. Solo reproduciré.
En estos días es más que suficiente transcribir apenas unos pocos párrafos de un libro ya clásico en la espiritualidad: Vida de Nuestro Señor Jesucristo, Tercer tomo: Pasión, Muerte y Resurrección. Su autor es el francés Louis Claude Fillion y fue publicado en 1922.
Pienso que estas líneas, en Semana Santa, podrían ser leídas por aquellos que creen, por los que creen menos y también por los que no creen, tal vez por simple curiosidad. Por supuesto no es necesario leerlas, pero a mí me han hecho mucho bien.
“¿Quién podría decir todos los padecimientos que Jesús tuvo que soportar en la cruz, durante seis horas, si se toma a la letra la indicación cronológica de san Marcos, o al menos durante tres (horas), según parece indicar san Juan?
Ya dijimos que la cruz era un suplicio infamante, que en el Imperio romano se reservaba a los esclavos y a los criminales insignes; pero, sobre degradante, era atrozmente doloroso. No exageró Cicerón cuando lo calificaba de teterrimum crudelissimumque supplicium.
Con razón dijo Bossuet que de todas las muertes, la de la cruz era la más inhumana; de suerte que Jesús pasó las últimas horas de su vida ‘en medio de dolores increíbles.
Los padecimientos físicos, ya tan violentos al hincar los clavos -los clavos amargos y acerados, escribía san Melitón de Sardes- en órganos por extremo sensibles y delicados, crecían aún más por el peso del cuerpo suspendido de los clavos, por la forzada inmovilidad del paciente, por la intensa fiebre que sobrevenía, por la ardiente sed producida por esta fiebre, por las convulsiones y espasmos, y también
-circunstancia para ser tenida en cuenta en el Oriente- por las moscas que la sangre y las llagas atraían a centenares.
Y con todo, como ningún otro órgano vital estaba herido, aunque todos los miembros estaban como en tensión, quebrantado por aquella suspensión horrible, el crucificado podía permanecer un día, dos y aún más en el cruel árbol antes de que la muerte lo libertase de tal suplicio.
Y, ¿cómo escribir los padecimientos morales que soportó Nuestro Señor Jesucristo durante su horrorosa agonía? No parece, dice Bossuet, que fue elevado sobre aquel infame madero sino para alcanzar a mirar de más alto a una muchedumbre de gente que sacia sus ojos con el espectáculo de aquella agonía. Pronto asistiremos a los ultrajes de que le colmaron hasta en sus últimos momentos, y le oiremos a Él mismo declarar su indecible angustia al verse desamparado aun de su mismo Padre.
La vista misma de su Madre amadísima y de abnegados amigos, a quienes sus dolores tenían sumidos en profunda tristeza, le era nuevo tormento. Todo Él era, digámoslo así, un tormento en sus miembros, en su espíritu, en su corazón y en su alma.
Allá, en aquella cruz, tan abominable, que los romanos habían exceptuado de ella a cualquiera que llevar el título de civis romanus, moría Él gota a gota, si vale la expresión, atormentado sobremanera, pero consolado con el pensamiento de que cumplía la voluntad del Padre y que procuraba nuestra salvación”.