Tres meses me he demorado en escribir esta columna. No ha sido por falta de interés. Por el contrario: por demasiado interés. En Detrás del telón, libro de unas 300 páginas -más fotografías e índice onomástico-, Andrés Rodríguez sintetiza (o trata de sintetizar) sus 34 años al frente del Teatro Municipal. No es, en ningún caso, de esos libros para leer en una semana. Hay que vivir esas anécdotas, unas tras otras, sucedidas no solo en nuestro principal escenario sino también en otros hemisferios. Tras una dedicatoria escueta, A Lily, pero que denota la trascendencia de su familia en esta causa de veinticuatro horas, se va develando un diario vivir en que se alternan hechos casuales unos y menos casuales otros, divertidos y dolorosos, y también algunos que claman al Cielo.
Una lectura rápida me habría impedido no solo entretenerme, sino aprender tanto al imponerme de estas vicisitudes sucedidas durante siete muy distintas presidencias de la República y bajo ocho alcaldes, como anota en el prólogo Enrique Barros.
Una digresión personal: mantuve el abono de mi madre y asistí durante casi medio siglo a la ópera del Teatro Municipal (además, a ballets y conciertos), pero poco después de la salida de Andrés Rodríguez de la dirección del teatro. me pareció, a mí por lo menos, que no me compensaba seguir yendo. Nunca he sabido si relacionar o no estos dos hechos. Lo cierto es que a mi modo de ver se habían esfumado esos días de gloria. A las funciones de ópera, desde siempre el fuerte del teatro, ya no llegaban voces sublimes, de esas que en un principio parecía tan difícil, por no decir imposible, traer a Chile.
Este abogado, con estudios de canto en Venecia, llegó al teatro en 1981 y la excelencia que le imprimió como director llevó a su escenario a constituirse en plaza internacional… hasta que Carolina Tohá fue elegida alcaldesa de Santiago. Entonces decidió pedirle la renuncia: la época de esplendor, la de los títulos y voces singulares, llegaba a su fin. Comenzaba una era de los sucedáneos, la era de hacer lo mejor que se pueda.
Andrés Rodríguez, tras cumplir fielmente la transición convenida con la alcaldesa -dejó armadas las programaciones de 2016 y 2017-, no estuvo dispuesto a alargarla por otros seis meses que ella le solicitó, hasta que se incorporara oficialmente su sucesor francés Frédéric Chambert, a mediados de 2016. Respondí que no. Me habría incomodado seguir como una suerte de parche (…) No me pareció correcto ni sano.
El libro presenta anécdotas fascinantes, incluso tragicómicas . Como ese domingo en que llevó a almorzar al campo de sus suegros, en Mallarauco, a la gran mezzosoprano Agnes Baltsa y a otros del elenco (en ese momento era calificada por muchos como la mejor Carmen del mundo). Por primera vez en su vida, ella montó a caballo; también lo hizo el barítono Boris Martinovic (interpretaba a Escanillo). Este cabalgó rápido… pasó a gran velocidad junto al caballo de Baltsa, que, espantado, dio un salto repentino, causando la caída de la cantante.
Sigue el autor: El barítono debió soportar con avergonzada compunción la ira del poderoso temperamento griego que había contribuido a hacer de la Baltsa la gran intérprete que era.
Luego su comentario: El episodio no trascendió más allá de quienes lo presenciamos, y el miércoles inmediatamente siguiente Escanillo y Carmen debieron arrullarse profesionalmente sobre el escenario…
Vale la pena detenerse en El milagro de Madama Butterfly: el autor revela en esas líneas cómo se hizo posible que la gran producción presentada en La Scala en 1986, a cargo del director de escena japonés Keita Asari con quien se entrevistó casualmente más de una década después en el elegante hotel imperial de Tokio, aterrizara en Chile en 2001.
La producción (financiada por distintos aportantes) requirió el viaje de once técnicos, vestuario, pelucas y una veintena de sacos con ciertas específicas piedras blancas, que debían venir desde Asia para armar un jardín zen delante de la casa de Butterfly, como parte de la escenografía. Era tal el nivel de refinado detalle con que se trabajaba, que en una de las escenas se especificaba que Suzuki debía cortar tres lirios azules, de una también precisa familia de plantas, para ponerlos en un pequeño florero en la casa de la protagonista. Así, lirios de color azul comprados diariamente estuvieron en cada una de las diez presentaciones….
Podría seguir recorriendo esas anécdotas, mezcladas con un trabajo arduo, muy arduo.
Solo un alcance: hace apenas unos meses el chileno Andrés Rodríguez fue designado director de ópera del tan afamado Teatro Colón de Buenos Aires, Argentina.
Todo otro comentario está de más.