Busco y encuentro una sola palabra para describirlo: renacentista. Las otras –arquitecto, artista, profesor, columnista y un sinfín más- en su caso me parecen superfluas.
Al recibir la noticia de su muerte recordé al detalle, y ayudada por una añosa entrevista, esa mañana de sábado de abril de 1987. Un acelerado Vittorio Di Girolamo, entre emocionado y nervioso, me llamó por teléfono para decirme, o más bien conminarme, a que él y su señora, la siempre tan dispuesta Martita Armanet, me pasarían a buscar dentro de pocos minutos para llevarme al aeropuerto.
Entre tanta agitación, a duras penas logró explicarme que se había enterado de que su Reina haría una breve escala en el aeropuerto de Pudahuel, en un viaje con destino a Buenos Aires y procedente de Isla de Pascua.
Vittorio, ese renacentista de los siglo XX y XXI, muy cercano a los medios donde yo he trabajado, no cabía en sí con la llegada de su monarca… a pesar de definirse, él mismo, como republicano.
Republicano, pero siempre supo reconocerle a los Saboya la unificación de Italia y era un convencido de que la historia de un país no se puede olvidar. Además, su amistad con Beatrice, la hija menor de Su Majestad, había constituido un vínculo decisivo.
Reconozco, con cierta vergüenza, que partí preguntándole quién era su Reina y me respondió más emocionado aún: María José (pronunciándolo Yosé), exiliada desde Italia por la República junto a su marido, el rey Humberto II.
No alcancé a reaccionar cuando ya iba con Vittorio y Martita rumbo al aeropuerto.
No era una neófita
Pero primero, un paréntesis: yo no era una neófita en el tema reinas. Incluso había podido hablar, aunque cinco o seis minutos, con Isabel II cuando vino a Chile, en tiempos de Eduardo Frei Montalva. Es decir, de Frei padre, como se lo conoce después de que su hijo homónimo también fuera elegido Presidente.
Una de las primeras actividades de la Reina de Inglaterra en Santiago fue recibir a directivos de la prensa en el hotel Carrera (hoy Cancillería), donde se alojaba, pues el Palacio Cousiño se había incendiado muy poco antes de su llegada. Y como yo hablaba inglés, a pesar de que asistían a esa reunión los veteranos del periodismo, me vi incluida. De veterana en el periodismo no tenía nada: fue en 1968, el mismísimo año en que di mi examen de grado.
No podía creer que la Reina Isabel II me dirigiera la palabra (sabía que por protocolo no se le podía hablar si ella no tomaba la iniciativa). Fue una breve, brevísima, conversación, pero me preguntó por mi inglés (le expliqué que había estudiado en colegio británico) y, con particular interés, por la sequía que entonces vivía el país. Recuerdo que me comentó que al cruzar la cordillera había visto muy poca nieve en Los Andes y que ello tenía que constituir una gran preocupación nacional.
Nunca consigné esa conversación en letras de molde, porque no fue una entrevista y, si lo hago ahora, es solo para explicar que María José no era la primera reina a la que me enfrentaba.
Aparece la soberana
Y quizás todo esto explica que me impresionara tanto la Reina María José cuando llegó al salón VIP de Pudahuel, no en limusina alguna, sino en un pequeño minibús. No es que yo me la imaginara con capa de armiño, pero...
Vittorio le hizo la reverencia protocolar, mientras ella, espontánea y con gran sentido del humor, confesaba sus ochenta años de vida y sus cuarenta de exilio (el reinado de su marido fue brevísimo: 34 días), y nos explicaba que en Isla de Pascua se había bañado en el mar y que incluso había bailado sau sau con un pascuense.
María José develaba su excentricidad ya en su apariencia. Transcribo parte de lo que escribí entonces:
Viste blusa y chaqueta blancas, pantalones rojos, un cinturón con leones dorados, calcetines burdeos, zapatillas de gimnasia y cintillo en la frente azules: el cintillo denota que va de excursión, pues se asemeja a los que llevaba décadas atrás cuando practicaba el alpinismo en los Alpes italianos y suizos, y alcanzó la cumbre del monte Cervino (según nos explicó). Lleva también una gran cartera sport y junto a ella, una carterita de noche.
Mientras Policía Internacional tramitaba el pasaporte perteneciente a María José de Bélgica, condesa de Sarre, reina de Italia, le pregunté qué le habían parecido, desde su calidad de historiadora y arqueóloga, los moais. No tuvo reparos en responder:
-No soy arqueóloga (a pesar de haber dedicado a esta actividad años y años de su vida).
Y se explayó:
-¿Sabe? Los moais son realmente feos, pero quizás en su fealdad está el misterio. En todo caso pienso que si en la isla hubiera un solo moai, ello constituiría verdaderamente un gran misterio. Pero, ¡hay tantos! Y todos iguales. Sin embargo qué experiencia tan maravillosa vivimos: el estar en una isla solitaria en medio del inmenso océano. De verdad, yo necesitaba de esa soledad.
-¿Regresará a Italia?
-Quisiera morirme en Florencia; y, si no, será en Grecia.
Junto a su muy pequeño séquito (una amiga de la familia y una dama de compañía), viajaba con ella su nieto de 16 años, Raffaello, hijo de Beatrice, radicada en Buenos Aires. Aunque él también venía de Pascua bajó impecable, de terno y corbata, y a su abuela familiarmente la llamaba Nonna. Le pregunté al nieto por su abuelo, el rey Humberto, y me contó que guardaba de él un gran recuerdo.
-Cuatro meses antes de que muriera fui a Portugal a hacer la Primera Comunión junto a él. Fue la última ceremonia religiosa familiar a la cual asistió.
Pero la verdadera nostalgia de Raffaello era México:
-Nací en México y me siento mexicano, a pesar de que mi madre es italiana y mi padre, argentino.
La reina María José murió en 2001. No murió en Florencia ni tampoco en Grecia, sino en Suiza. Su nieto, Raffaello, murió antes, en 1994, al caer de una ventana en extrañas circunstancias. Estaba en Boston, donde estudiaba.
Sean estas líneas no solo un recuerdo, sino un homenaje a Vittorio Di Girolamo, un renacentista nacido en Roma, que sabría hacer de Chile una de sus dos patrias.
Lillian Calm
Periodista
04-04-2024
BLOG: www.lilliancalm.com