En estos días la Merkel se va de nuevo. Y digo de nuevo porque si bien ahora se va de veras, hace unos meses las fake news ya la hicieron partir. He estado recibiendo, desde principios de año, un Whats App que encierra minutos y minutos de aplausos para despedir a la canciller alemana Ángela Merkel. Aunque pone la piel de gallina, ese Whats App es falso y es uno de los bulos que se ignora con qué propósito -estrategia política o simple ocio- se han fabricado para invadir las redes sociales. Esta noticia falsa o fake news se titula: “Alemania se despidió de Merkel con seis minutos de calurosos aplausos”.
Sin embargo esos aplausos -a pesar de resultados adversos para su delfín en las elecciones del domingo- recién los va a recibir ahora (y quizás sean incluso más de seis minutos), cuando deje definitivamente el poder. Ello tras dieciséis años en el cargo y su negativa de ir a una nueva reelección (habría sido la quinta).
Pero lo que resulta singular es que en dieciséis años de mandato, la gobernante más destacada del planeta haya esperado hasta estos últimos días de su mandato para confesar con cierta reticencia que es feminista. Es decir, no usó de esa condición para agregar absolutamente nada a su personalidad ni menos a su estatus de liderazgo.
Fue hace solo unos días, en un reciente encuentro con la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie, que Merkel explicó:
“En lo esencial, (el feminismo) consiste en decir que los hombres y las mujeres son iguales en su participación en la vida en sociedad, a lo largo de la vida. En este sentido, yo soy feminista”.
Lo encontré notable. La destacadísima Angela Merkel, reitero, una de las principales mujeres líderes de nuestra era (o la que llegó más alto tras el reinado de once años de la premier británica Margaret Thatcher), no necesitó declararse feminista para triunfar. Solo al dejar el poder viene a admitir que en cierto sentido lo sea.
En otras palabras no requirió esgrimir su adhesión a la corriente que ONU Mujeres y otras organizaciones internacionales propagan como si fuera la conquista de nuestra era, para gobernar, para destacar y ni siquiera para añadir un ápice a su brillante personalidad.
Margaret Thatcher, la otra grande entre las grandes gobernantes mujeres de la era, fue más allá. No solo no se definió feminista, sino que abominó de esa corriente. Incluso se le atribuye una frase que deja en muy mal pie el feminismo y a las feministas: “Las feministas me odian, ¿no es cierto? Y no las culpo. Porque odio el feminismo. Es veneno”.
En realidad su marido Dennis Thatcher era su cable a tierra y ella no solo nunca lo negó sino que no se avergonzó de ello.
La semana pasada me llegué a espantar al oír, en el primer debate presidencial trasmitido por la televisión local, cómo peroraba una de las candidatas, por lo demás la única mujer; destacó el hecho de ser mujer, como si eso fuera lo prioritario para sanar un país como el nuestro que se cae a pedazos.
Tampoco me cabe en la cabeza que en algunos casos otras feministas, incluso en reyertas universitarias, se quiten parte de su vestimenta para, a pecho descubierto, defender con agresividad lo que ellas consideran es ser feministas… lo que, de paso, resulta no solo grotesco sino muy poco femenino.
Me gusta que la Merkel no haya requerido explotar la corriente feminista y que solo tímidamente haya hecho pública esa posición ahora, al dejar el cargo.
Pero si retrocedo más atrás en la historia de las últimas décadas me encuentro con otra mujer estadista: Indira Gandhi, asesinada en 1984 cuando desempeñaba el cargo de primer ministro de de la India.
Me han dejado pensando dos frases suyas que hasta ahora no conocía:
La primera: “El mundo exige resultados. No le cuentes a otros tus dolores del parto. Muéstrales al niño”.
Y la segunda: “Para liberarse, la mujer debe sentirse libre no para rivalizar con los hombres, sino libre en sus capacidades”.
Lillian Calm
Periodista