FELIPE, EL CONSORTE

 


Lillian Calm escribe: “Ahora, a pesar de esa libertad, a pesar incluso del Covid, se ha producido una pausa nacional en que los británicos se han manifestado en las más diversas formas para rememorar al príncipe consorte. El primer día de su muerte, la BBC durante horas casi no habló de otra cosa, y los entrevistadores y hombres anclas vistieron un luto riguroso. Y eso se debe, reitero, a que durante setenta y cuatro años fue el gran soporte de Isabel II. Tal vez lo que Alberto de Sajonia fue para la reina Victoria, aunque ella enviudó apenas tras dos décadas de matrimonio”.

Debe haber sido a comienzos de los sesenta. Me levanté tempranísimo pues antes de ir al colegio, y a eso de las siete de la mañana, me dirigí al Club de Polo y Equitación San Cristóbal para ver jugar al príncipe Felipe de Edimburgo. Había viajado a Chile esa vez sin la Reina y, como eximio polero que era, la actividad estaba considerada en su real programa.

Había suficientes espectadores para una hora tan temprana, pero el halo monárquico del consorte se me desdibujó de un santiamén en cuanto los de su equipo (ni siquiera del contrario), todos chilenos naturalmente, le gritaban (es como si los oyera hoy día) “dale, pus, Duque” y algunos vocablos que entonces no eran tan comunes como lo son ahora y que, estoy segura, no entendió.

Años después él regresó a Chile, pero en segundo plano. Con la Reina. Casi siempre a su lado aunque unos pasos más atrás, como lo estuvo durante setenta y cuatro años y, también, en la serie The Crown, recién proyectada.

Y aunque hoy los príncipes de cuento ya no existan, con Felipe no solo muere toda una era, sino que su deceso, a un par de meses de cumplir el centenario, ha movido a los ingleses a dejar en cierta manera su flema.

Porque es difícil entender el carácter británico y lo comprobé en persona. Pongo un ejemplo: tras viajar a Buenos Aires a pulsar cómo se vivía allá la guerra de las Malvinas, gracias al periodismo partí a Londres para pulsar cómo veían ellos la guerra de las Falklands (que, por supuesto, era la misma), y fui testigo presencial de cómo reaccionaban los ingleses el día de la rendición de los argentinos.

Corría 1982 -estábamos a 14 de junio- y lo más singular, al menos para mí, fue que los británicos no reaccionaran. La noticia se publicó en tabloides y algunos transeúntes apenas se acercaban, sin mayores aspavientos, a leer los titulares. Grandes, eso sí, pero meros titulares. La televisión no irrumpió con la noticia en canal alguno. Pregunté por qué y me dijeron que los televidentes eran libres de haber escogido un programa y no podía interrumpírselos así no más. Tenían derecho a preservar su libertad.

Ahora, a pesar de esa libertad, a pesar incluso del Covid, se ha producido una pausa nacional en que los británicos se han manifestado en las más diversas formas para rememorar al príncipe consorte. El primer día de su muerte, la BBC durante horas casi no habló de otra cosa, y los entrevistadores y hombres anclas vistieron un luto riguroso. Y eso se debe, reitero, a que durante setenta y cuatro años fue el gran soporte de Isabel II. Tal vez lo que Alberto de Sajonia fue para la reina Victoria, aunque ella enviudó apenas tras dos décadas de matrimonio.

Releo Anatomía de Gran Bretaña, libro que ya tiene décadas. Su autor, Anthony Sampson, escribe a mi modo de ver aún con vigencia: “Solo en Gran Bretaña existe aún una monarquía a gran escala sustentada por procesiones religiosas, cortesanos, adulación popular y, sobre todo, por una aristocracia con títulos y, a la vez, desgastada. En su mezcla de teatralidad, religión, diplomacia e historia pública (… ) la monarquía permanece como parte importante del carácter nacional”.

Cité esa cita (la redundancia aquí se admite) en un artículo que escribí al día siguiente del matrimonio del Príncipe Carlos con Diana Spencer, en que hubo mucho de todo eso pero en que faltó lo principal.

En cambio Isabel II y su consorte se mantuvieron unidos, a pesar de los pesares que deja entrever The Crown en alguno de sus capítulos. Pero ella siempre tuvo en quien apoyarse no para gobernar pero sí para reinar. Y el gran secreto de Isabel II es que ha sabido identificar su vida privada con sus funciones… y no desprestigiar sus funciones con su vida privada. En eso la ayudó Felipe.

 

Lillian Calm

Periodista

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