C.S. Lewis, el escritor británico, fue sobrepasado por la realidad en los alrededores de la Plaza Baquedano en Santiago de Chile, el domingo pasado.
En “Cartas del Diablo a su sobrino”, ( The Screwtape letters ), capítulo a capítulo, el autor describe cómo el viejo demonio Escrutopo le va enseñando con paciencia pedagógica a su sobrino, el diablillo Orugario, todo el mal que puede concebirse pero estoy casi segura de que (tendría que releerlo una vez más para comprobarlo) al escritor no se le ocurrió inducirlo a incendiar iglesias.
En todo caso la obra, con énfasis en la presencia y acechanza del Demonio, ha pasado a ser un clásico desde su publicación en 1942.
El domingo pasado, en lo que los reporteros iban describiendo como una fiesta pacifica y familiar, vi por televisión destruir dos iglesias históricas en un país en que su antigüedad es demasiado precaria debido a los sucesivos terremotos.
No tengo palabras para expresar lo que sentí, pero debo confesar que más que las llamas de la iglesia de San Francisco de Borja y la caída de la torre de la parroquia de la Asunción, lo que más me conmocionó fue presenciar cómo algunos de los sujetos que contemplaban la consumación de los hechos, casi todos encapuchados y vestidos de negro riguroso, saltaban, aplaudían, festejaban y vitoreaban de alegría. Eso me produjo un escalofrío singular, pues me convencí de que nos encontrábamos ante la acción del Demonio.
Sé que el que yo haya experimentado esa acción del Demonio va a hacer sonreír a algunos que quizás lean esta columna, pero no al Demonio que prefiere pasar inadvertido. No me importa aseverarlo pero yo creo firmemente en su existencia y, es más, esa existencia suya es dogma de fe, de esa fe que fue profanada en el momento en que dos de sus iglesias, en un atentado contra el culto y la religión católica, fueron abatidas a vista y presencia de todos. Hasta de los televidentes.
¿Y las autoridades? Supe después que esa tarde habían estado “monitoreando” y que destacaron como un logro que las estaciones del Metro resultaran incólumes… salvo dos iglesias, claro.
No obstante dejemos que las autoridades sigan pasivamente “monitoreando”. Por mi parte prefiero concentrarme en el Demonio, actor fundamental de la crisis que se ha hecho presente en el mundo y en el Chile de los últimos meses, y que se goza viendo a autoridades de manos atadas para así recibir la benevolencia de organismos internacionales que se precian de defender los derechos humanos.
Pero más peligroso incluso, lo que es ya mucho decir, es estar de manos atadas no por esos organismos sino por la acción del Demonio. Así y todo hay que tener valor y actuar porque el Demonio no es omnipotente.
Aunque muchos sigan sonriendo, cito el Catecismo de la Iglesia Católica, cuya última versión es uno de los grandes legados que nos dejó el pontificado de Juan Pablo II, a quien no podríamos achacar ni siquiera remotamente de ingenuidad.
En el número 395 leo sobre la acción de este personaje que, para tantos, es simple invención:
“… el poder de Satán no es infinito. No es más que una criatura, poderosa por el hecho de ser espíritu puro, pero siempre criatura: no puede impedir la edificación del Reino de Dios. Aunque Satán actúe en el mundo por odio contra Dios y su Reino en Jesucristo, y aunque su acción cause graves daños —de naturaleza espiritual e indirectamente incluso de naturaleza física—en cada hombre y en la sociedad, esta acción es permitida por la divina providencia que con fuerza y dulzura dirige la historia del hombre y del mundo. El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero ‘nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman’" (Epístola a los Romanos 8,28)”.
Yo no quería dejar fuera de este drama, como otros tantos, a este personaje deleznable que el domingo estuvo presente en la “fiesta pacífica y familiar” protagonizada por quienes se congregaron en la Plaza Baquedano y sus inmediaciones.
Lillian Calm
Periodista