Estoy en deuda y quiero saldarla si es que puedo, porque tras décadas dedicadas como periodista más que a la política internacional a la política exterior de Chile (y entrevistando a uno y a otro embajador) he permanecido muda tras la muerte de José Miguel Barros.
Y es que de él no solo se puede decir muchísimo, sino que hay que medir qué se va a decir. El país le debe demasiado a su talento: fue el agente de Chile en los arbitrajes de Palena y del Beagle, miembro de la Corte Permanente de Arbitraje de La Haya, y embajador (agreguemos ‘de carrera’) en los Países Bajos, Estados Unidos, Perú y Francia. También con su valentía jamás temió que muchos lo tildaran de “conflictivo” pues demasiadas veces se requiere ser “conflictivo”, sobre todo cuando se tiene el peso del arte de negociar.
¿Era conflictivo José Miguel Barros?
Hablo por mí y conmigo no lo fue jamás. Por el contrario: tuvo paciencia y podía estar horas explicándome algún delicado tema en disputa. Quizás por todo eso me pidieron que lo entrevistara, entre otras muchas veces cuando se encontraba en la cima de uno de sus últimos conflictos: el suyo propio. Había renunciado a la Cancillería tras treinta y ocho años de efectiva carrera diplomática y más de ocho meses de lo que él llamó su “ostracismo”.
Esa renuncia no fue el comienzo de una jubilación. Fue elegido presidente de la Academia Chilena de la Historia, hizo clases en universidades, escribió y siempre estuvo dispuesto a responder lo que le consultasen y solicitaran desde las altas esferas.
Me recibió cuando acababa de presentar su renuncia al Ministerio de Relaciones Exteriores y le agregó el calificativo de “indeclinable”; según me enfatizó, lo hizo por “dignidad” y porque no quería ser “un funcionario público que recibe un sueldo sin desempeñar una función”.
Podría hablar tanto de él. De su matrimonio con la baronesa Elna Van Hövell Töt Westerflier, nacida en el Reino de los Países Bajos, de sus cuatro hijos, de cómo entrelazó sus profesiones de abogado y diplomático, pero prefiero explicar el porqué esa entrevista que le hice horas después de la renuncia “indeclinable” llevó el estrafalario título de “El embajador que no quiso ser como el bueno de don Esteban de Gamarra”. Sus mismas palabras lo retratan plenamente.
Yo le pregunté:
-¿Considera que usted tiene un carácter conflictivo?
Me respondió que hay gente que siempre es calificada de “conflictiva” y enumeró: “Los que llegan a la hora y exigen que se respete el tiempo propio y el ajeno; los que insisten en hablar de temas concretos, en vez de recurrir a generalidades; los que dicen la verdad sin ambages, en vez de engolosinarse con eufemismos; los que expresan sus opiniones sin auscultar previamente el sentir de los jefes; los que exponen los problemas en vez de ignorarlos; los que exigen soluciones en lugar de retardarlas con disculpas; los que narran el presente o anuncian el porvenir sobre la base de lo que perciben derechamente, aunque ello caiga mal o sea diferente de lo que prefieran oír los altos oídos oficiales. Si sobre esas bases se me atribuye ‘un carácter conflictivo’, me sentiría muy honrado con el epíteto. Por lo demás estamos en presencia de ciertas constantes del actuar humano que no son extrañas a los ajetreos de la diplomacia”.
Como nunca decía una palabra de más ni una de menos de lo que quería decir, le pregunté qué significaba esa alusión suya a la diplomacia, y es en este punto en que me dio una larga explicación que, como vale la pena, espero sintetizar lo mejor posible. En todo caso es aquí donde aparece el bueno de don Esteba de Gamarra:
“En un libro francés del siglo XVIII –‘El Arte de Negociar’- se narra el caso de don Esteban de Gamarra, antiguo servidor de la corona española que, como embajador en Holanda, servía a su rey con celo y fidelidad. El bueno de don Esteban tenía en el Consejo Real un pariente que se esforzaba por hacer valer los servicios del embajador, pero advertía que este no recibía recompensa alguna, en tanto que muchos recién llegados a la vida pública avanzaban rápidamente a cargos más altos”.
Había siempre que adivinar la ironía tras sus palabras. José Miguel Barros me relató que don Esteban viajó a España para descubrir las causas de su “mala fortuna” y su pariente lo culpó a él haciéndole ver que precisamente “su sinceridad se había opuesto a su fortuna”. Y ello porque todos sus informes contenían “verdades desagradables para el Rey y sus ministros”.
Tras un largo relato me recalcó: “… los otros negociadores españoles, mejor instruidos sobre sus intereses personales y de los medios de hacer fortuna, informaban que los franceses eran unos ‘gabachos’, que sus armamentos estaban en la última ruina… y cuando las tropas francesas obtenían algunas ventajas, aseguraban que habían sido derrotados. Concluyó por abrir los ojos del honesto embajador”.
Y un colofón: “Dice Monsieur de Callières, autor de ese viejo libro, que don Esteban comprendió que para hacer fortuna bastaba derrotar a los franceses mediante informes falsos. Regresó a su sede y aprovechó tan astutamente los consejos, que obtuvo toda clase de mercedes y distinciones viendo prosperar su fortuna a medida que, en sus comunicaciones a la Corona, destruía a los franceses en el papel”.
Es aquí cuando José Miguel Barros descendió a su propio caso: “Me crean o no ‘conflictivo’, siempre me he negado a adoptar el camino que, a la postre, tomó don Esteban de Gamarra. Aun a riesgo de verme privado de honores y zalemas oficiales, opté hace muchos años por seguir siendo dignamente fiel a mí mismo”.
Y aunque con honores, porque merecidamente los recibió, José Miguel Barros, destacadísimo diplomático chileno, murió el 2 de febrero de 2020, a los 95 años, dignamente fiel a sí mismo.
Lillian Calm
Periodista